La repetición y escalada de las mentiras insensibilizan a la amígdala cerebral, lo que propiciaría a que mintiéramos más fácilmente, según concluye un estudio llevado a cabo por investigadores británicos del University College de Londres.

Quien miente una vez, probablemente volverá a hacerlo. Ésta es la demoledora conclusión de un estudio publicado recientemente en la revista «Nature Neuroscience». Básicamente, al decir mentiras insignificantes, el cerebro se insensibiliza ante el engaño, lo que implica que, con el tiempo, mentir deja de resultar incómodo de manera gradual.

«Se trate de evadir impuestos, de infidelidad, de dopaje deportivo, de falsear resultados científicos o de fraudes financieros, quienes cometen tales acciones a menudo recalcan que todo comenzó con pequeños actos deshonestos que se fueron repitiendo con mayor asiduidad de manera paulatina hasta que, de repente, se vieron incurriendo en transgresiones graves», comentó Tali Sharot, neurocientífica del University College de Londres (UCL) y autora sénior del estudio.

Cuando cometemos un engaño, se activa la parte del cerebro que regula las emociones —la amígdala—, provocando por lo general una sensación de vergüenza o culpabilidad. También se activa cuando se contemplan imágenes que producen felicidad —el vídeo viral de turno de YouTube en el que se muestra a un gato encantador, por ejemplo— o tristeza. Está demostrado que, cuando se ven estas imágenes tristes o alegres repetidamente, la reacción de la amígdala es cada vez menor. El equipo de la UCL se propuso descubrir si con las mentiras ocurría lo propio.

El estudio contó con ochenta voluntarios que participaron en un juego, consistente en calcular el valor de unos peniques dentro de un bote y transmitir su estimación a un compañero con el que no tenían contacto visual. En algunos casos se dijo a los voluntarios que, si hacían una estimación al alza, se beneficiarían a expensas de su compañero sin conocimiento de éste, lo que les daba un incentivo para mentir. En otras ocasiones, se les dijo que tanto él como su compañero saldrían beneficiados. En realidad, el susodicho compañero colaboraba con el equipo de investigación.

Al principio, los voluntarios tendieron a modificar su cálculo en una libra aproximadamente aunque, por lo general, para cuando la sesión tocaba a su fin, las sobreestimaciones se habían elevado hasta aproximadamente ocho libras. Mientras se desarrollaba el juego, veinticinco de los voluntarios fueron vigilados con un escáner de RM (resonancia magnética). El equipo observó que la respuesta de la amígdala disminuyó progresivamente a medida que los participantes seguían mintiendo.

Otro hecho sumamente interesante para el equipo consistió en que los participantes continuaban engañando en su propio beneficio incluso cuando hacerlo no suponía una mayor ganancia económica. Se deduce que, probablemente, las personas siguieron mintiendo no por un razonamiento consciente, sino porque el cerebro se insensibilizó físicamente al mero hecho de mentir. Sin embargo, conviene destacar que no fue posible predecir el comportamiento de todos los participantes, si bien la tónica general fue la expuesta.

Asimismo, el estudio presenta algunas limitaciones dado que se centró en un juego en particular, de forma que no se puede determinar con certeza el modo en que las personas reaccionarían en otras situaciones que implicaran actos deshonestos. Además, el experimento se realizó en un entorno de laboratorio controlado, lo que conlleva un inconveniente: resulta difícil establecer si esta tendencia biológica se repetiría en situaciones reales. A esto hay que sumar que los resultados de las RM no fueron tan precisos como se esperaba —que en una parte del cerebro se registre menos actividad no implica que la persona no sienta culpabilidad al engañar—, pero los investigadores no podían preguntar al respecto para no desbaratar el propósito del experimento.

No obstante, el equipo de investigación no alberga dudas sobre que los resultados revelan la existencia de un efecto «bola de nieve», esto es, el primer engaño suscita sentimientos de culpa pero, al no haber consecuencias negativas, esa sensación va desapareciendo en sucesivos engaños. El equipo también se ha planteado la posibilidad de que la actividad de la amígdala represente el conflicto moral resultante de contraponer el deseo de parecer honestos, por un lado, a la tentación de mentir para obtener el máximo beneficio personal, por otro. Esto encajaría con su apreciación de que los participantes mentían en mayor medida cuando era en interés tanto propio como de su compañero, tal vez porque resultaría más sencillo justificar un engaño cuando sirve a un bien común.

Fuente: cordis.europa.eu con información de Telegraph