Un informe publicado por el diario La Nación da cuenta de esta nueva realidad que va ganando terreno y quiere transformarse en tendencia. Es una salida laboral, pero también una medida de seguridad: muchas trabajan y contratan exclusivamente a otras mujeres. Para muchas, significó la posibilidad de abandonar un hogar violento y la independecnia económica. Historias que traspasan barreras.

Yamila Naza habla sobre ser electricista desde lo alto de una escalera, mientras cambia un viejo aplique de techo por una lámpara colgante. Lleva un cinturón con herramientas. Actúa rápido, con manos expertas. Antes cortó la luz. Ahora mete los dedos por el agujero del techo y saca un manojo de cables de varios colores. Los pela, los corta, los enreda, los acomoda, les pone una cinta azul y los vuelve a meter. En veinte minutos la nueva lámpara, verde oscuro, colgará en el medio del living del departamento de Caballito donde vive su clienta, que necesita una luz tenue para leer. La electricista le explicará que las lámparas led, cuando son buenas, pesan bastante. Y que si no pesan, aunque sean más baratas, es mejor no comprarlas.

El trabajo, sin los materiales, vale 300 pesos. Como Yamila, muchas mujeres se ganan la vida con trabajos que suelen hacer los hombres: albañilería, pintura, plomería, instalaciones de gas, herrería, fumigación, servicio de flete, instalación de aires acondicionados.

Muchas eligen trabajar exclusivamente para otras mujeres, principalmente para resguardar su seguridad. Las clientas que las contratan opinan igual. «Prefiero meter en mi casa a una mujer que a un hombre. Aunque siempre puede pasar algo, es distinta la sensación», dice María José Brown, productora audiovisual

Este año se mudó a un departamento antiguo en Once y necesitaba evaluar la instalación eléctrica. Una amiga la puso al tanto del grupo Mujeres Trabajando y ahí se encontró con los servicios de Yamila. Combinaron. Yamila lo recibió en su casa. Le cambió todos los tomacorrientes, que eran de tela. Le descolgó unas arañas. Al final, María José publicó en el grupo una ferviente recomendación en el grupo y Yamila obtuvo nuevas clientas.

«El grupo sirve para conectarnos entre nosotras pero también para pensar que los oficios no tienen género», dice Maira Gómez. También tiene 25 años, pero vive de la albañilería. Junto a Yamila integra el grupo de Facebook Mujeres Trabajando, creado hace más de un año por dos jóvenes que buscaban un espacio para ofrecer sus servicios de albañilería y pintura. De a poco creció y se transformó en una red de 3.400 mujeres. «La misión principal es nuestro empoderamiento. Es invertir conocimientos y tener nuestra propia economía», dice Pitu, albañil y una de las administradoras.

«Ferreterías disidentes ya»

«-¿¡Hacés albañilería vos!?», dijo el ferretero. Y respiré profundo para adentro preparándome para alguna frase condescendiente como las que ya escuché mil veces: «Nunca había conocido una…», «La verdad, te felicito», y un áspero etcétera.

-Si.

-iQué chiquito!

Entendí por donde venía.

-Bueno… Así como me ve, ya estoy cerca de los 30.

-iMirá vos! Pareces más jovencito.

-Es que sonrío mucho.

-Está muy bien, está muy bien.

Cuando llegué a la obra conté el vuelto y me había dado $100 de menos. Se hacía el copado y al final era todo chamuyo».

Fer Della Costa tiene 28 años. Hace más de tres un pintor de obra le transmitió el oficio de la pintura, como fuente de trabajo «y mucho más». Hace dos años, otro amigo le enseñó las bases de la albañilería, a partir de lo cual siguió aprendiendo por su cuenta.

La anécdota de la ferretería está publicada en su Facebook.

«Ya llevo muchas obras encima, el cuerpo curtido del trabajo, los gajes del oficio en los dolores de las manos y las contracturas. Ya tengo más historias de ferreterías que de boliches, y siento que habiendo aprendido a hacer de forma meticulosa y profesional mi trabajo, pasé a un siguiente nivel en este oficio: puedo transmitir algo de lo que sé para dar trabajo a otres compañeres que, como yo hace unos años, sienten dificultad en acceder a un mercado laboral binario, chato y hegemónico», le dice a LA NACION vía mail. Pide que se «respeten los pronombres inclusivos («e» y «x» en vez de «o»). «Nadie va a dejar de entender el texto por ese motivo, y es un motivo político».

«Amo mi oficio. Amo las posibilidades que me da, las casas que visito, les clientes que me elijen y yo elijo. Amo la independencia, el servir con mi trabajo, el olor a ferretería vieja, mi taller de herramientas, trabajar con amigues que me suban el mate a la escalera. Amo haber ganado habilidad, fuerza y equilibrio, dominar mi cuerpo, trabajarlo. A fin de cuentas, amo que todo esto que significa mi oficio, sirva también para cuestionar esta sociedad, que tantos años estuvo cuestionándonos a todes».

«Los hombres se dan más maña»

Muchas de las integrantes de Mujeres Trabajando empezaron hace poco a vivir de sus oficios y trabajan a destajo, no sólo para mantenerse sino también para perfeccionarse. Asisten a cursos de plomería, electricidad, pintura donde la mayor parte de los alumnos son hombres.

Las reacciones que reciben de parte de los hombres son variadas. Algunos las alientan, otros las cuestionan. «A veces te miran mal, o hacen comentarios descalificando. A veces se sorprenden pero con buena onda, depende», dice Yamila, que este año planea inscribirse en el curso intensivo de un año de Electricista instalador con certificación nacional que brinda el Sindicato de Luz y Fuerza.

Mariana Gómez tiene 25 años y es herrera. Aprendió el oficio durante la adolescencia, en Olavarría. Cuando tuvo edad para trabajar ahorró y se mudó a Avellaneda. Hoy hace trabajos particulares, a veces en obras de construcción, en sociedad con otra mujer. Las ayuda un joven que está aprendiendo. «Tiene 17 y siempre nos dice ‘son ustedes las que saben’. Nos respeta por lo que hacemos y cómo lo hacemos. Después, hay otros hombres que piensan que porque sos mujer no podés hacer el mismo trabajo».

Al argumento sobre la desventaja en términos de fuerza física con respecto a los hombres, Mariana antepone el ingenio: «Claro que no puedo levantar una reja de hierro yo sola. Pero hay otras formas para lograrlo, con ayuda de otros, o con carros. La fuerza no tiene tanta importancia si usás la inteligencia».

Yamila tenía 23 años cuando se mudó de su ciudad natal, Piedra Buena, en Santa Cruz. Trabajaba en un parque nacional donde hacía tareas de mantenimiento. Al llegar a Buenos Aires hizo un curso de electricista. Lo terminó, le avisó a amigos y conocidos y publicó flyers de fondo celeste y dibujos rosas con un texto preciso: «Electricista a domicilio para todas y todes (CABA). Yami Naza». No tardaron en aparecer las primeras clientas y se puso a trabajar. En general, para otras mujeres. Aunque también trabaja para hombres.

Varias de sus clientas son jubiladas que respetan su trabajo y se lo hacen saber. Otras, no tanto. «Hay una que se asombró de que fuera mujer y me dijo que hubiera preferido que fuera un hombre. Me dijo que ellos se dan más maña. ¿Y qué le vas a decir? Es su forma de pensar. Por suerte esas cosas están cambiando».

A veces los ferreteros la tratan como si fuera un hombre. Ella no sabe si realmente se confunden, si prefieren no admitir que es una mujer, o se burlan. Pero prefiere comprar los materiales en dos ferreterías mayoristas donde ya la conocen y la tratan «con respeto».

Sí, somos plomeras

Entre las plomeras, muchas aprendieron el oficio en el curso «Sí, Somos Plomeras», que brindaba el Ministerio de Desarrollo Social -fue dado de baja en 2016- para mujeres víctimas de violencia de género que recibían la Asignación Universal por Hijo. Estaba orientado a que pudieran hacer ellas mismas las conexiones de agua en barrios que no las tenían.

Según un relevamiento de la Universidad de Tres de Febrero, después del curso muchas mujeres que vivían en casas precarias tuvieron acceso al agua corriente. Pero el resultado de la experiencia, que afectó miles de mujeres de todo el país, fue bastante más allá.

«El curso les dio contención, autoestima. Muchas mejoraron su relación con sus hijos. El 40 por ciento se separó. También había momentos de tensión, que empezaba cuando ellas empezaban a salir de las casas. Muchos maridos no entendían para qué querían trabajar», reveló a LA NACION una de las investigadoras que llevó a cabo el estudio a nivel cualitativo y entrevistó a decenas de participantes.

Durante el desarrollo de los cursos, el ministerio de Desarrollo Social pidió ayuda a la Gendarmería proteger a las mujeres, ya que muchas veces sus parejas se presentaban para llevárselas como fuera. Incluso de los pelos.

Una de las mujeres plomeras resumió su experiencia: «Pensar que al principio había gente que se reía. Vos le decías soy plomera y te decían, ay, por favor, una mujer plomera. Y más los hombres, machistas. Nosotras al principio también nos reíamos. Cuando me propusieron un curso de plomería me pregunté, ¿cómo? ¿para las mujeres? Después te quedás con la boca abierta, porque lo podés hacer. Ya no hay trabajo para mujeres y para hombres. En este momento los trabajos son para todos».