María Laura Alemán fue un hombre llamado Eduardo, se casó y tuvo tres hijos. Pero a los 50 años, y luego de una grave enfermedad, decidió hacerse cargo de lo que sentía

 

María Laura ceba un mate amargo. Todavía no empezó a contar su historia pero las fotos y los cuadros de su departamento, en Palermo, hablan por ella. Hay un cuadro donde su abuela posa junto a Victoria y a Silvina Ocampo. Hay otro, pintado y dedicado por Berni, que era amigo de su abuelo.

Hay fotos de ella en la infancia, en la estancia familiar de Santa Fe, cuando todavía era varón y se llamaba Eduardo. Hay fotos de ella en su juventud, cuando era un jugador de rugby habilidoso. Y hay fotos de ella ahora, con aros de perlas, junto a sus hijos.

Está por cumplir 60 años y su historia no encaja en el estereotipo de la mujer trans: nació en Recoleta, fue rugbier, estudió Ingeniería Naval, se casó por civil y por Iglesia con una mujer, estuvo con ella casi 30 años y tuvo tres hijos.

Pero hace una década, eso raro que sintió desde la infancia y que pasó una vida tratando de enterrar y pisar, fue exhumado con la ayuda de una grave enfermedad.

“Tengo recuerdos de mi infancia en los que yo quería estar del otro lado: me gustaba jugar a la peluquería con las muñecas y me encantaban los vestidos, aunque nunca me puse uno. Pero por otro lado, tenía conciencia de que tenía cuerpo de chico, que había algo que estaba mal y que eso que sentía me avergonzaba”, cuenta despacio y con la mirada fija en las gotas de lluvia que ahora patinan por la ventana.

Hizo la primaria en el Colegio Champagnat -religioso y de varones- y la secundaria en el San Martín de Tours, también de varones.
“Lo que hice con eso que me pasaba fue dejarlo en una especie de limbo con lo que no me metía. Pensé que tenía una enfermedad, lo enterré y entré en la adolescencia con el firme propósito de ser un hombre. La verdad, no tenía la disyuntiva ‘voy a ser hombre o voy a ser mujer’ porque en aquella época, te hablo de fines de los 60, no podía saber qué me estaba pasando”.

María Laura ceba otro mate y en la bombilla viaja el sabor y la huella dactilar del rouge. Esta mañana se planchó el cabello rubio y ahora, que está por contar qué valor simbólico tuvo su pelo en su historia, se lo acaricia.

“Me convertí primero en un buen deportista. Jugué al rugby desde los 11 años, lo que me hizo encontrar un lugar de hombre aceptable y respetable”, dice. Jugó durante toda la adolescencia y la juventud en el Club Universitario de Buenos Aires (CUBA) y después, hasta los 50 años, en Regatas de Bella Vista.

“Sin embargo, me teñí un mechón de pelo de rubio y fui así al colegio. Y hoy pienso que de alguna manera les estaba avisando: ‘¿vieron toda esa masculinidad? Bueno, no se la crean”, se ríe.

Estudió Ingeniería Naval hasta quinto año y dejó la carrera para dedicarse a la música. En un coro, en el año 78, conoció a quien fue su mujer: estuvieron 6 años de novios, se casaron, y pasaron juntos otros 24 años.

“Éramos una pareja de artistas y éramos considerados ‘la pareja’. Fuimos muy felices y tuvimos tres hijos muy buscados. Nunca tuvimos una discusión, salvo por ésto”. “Esto” era aquello que seguía cavando con las uñas para salir y que empezó a llegar a la superficie, muy de a poco, una década después de haberse casado. Empezaron terapia pero la terapia no ayudaba: “Siempre terminaba poniendo el foco en el daño que yo le hacía a mi esposa, me decía que como yo quería vestirme de mujer lo que tenía era una perversión sexual”.
Entonces, se enfermó: primero Diabetes tipo 1, insulinodependiente. Como es una enfermedad autoinmune, en la terapia le dijeron que se estaba castigando. “Es decir, que yo me estaba atacando a mi misma porque no toleraba lo que era”.

Pero otro terapeuta, pocos años después, la llevó despacito hasta la puerta de entrada: “Me acuerdo que le dije: ‘¡entonces yo soy transexual! Y me puso carita de ‘bueno, lo dijiste’. Es el primero, podría decir, que me salvó la vida”.

Pasaron cuatro años desde que pudo ponerlo en palabras hasta que logró hablar con sus hijos. “Es que cuando me enteré no fue ‘listo, ahora voy a ser María Laura’. Si bien yo ahora sabía que no estaba enferma y que lo que me pasaba era una condición inevitable, como tener ojos claros, yo seguía luchando contra María Laura”. Cuando les dijo que papá “siempre se había sentido mujer”, Lalo tenía 20 años, Luisa 18 y Sonia 14.

“Al principio no fue fácil para ellos, por supuesto. Pero lo importante no era la reacción sino lo que pasara después. Yo igual siempre fui muy cuidadosa, porque me había perforado las orejas y tenía el pelo rubio pero seguía mostrándome como hombre. De todos modos, para ellos también fue una explicación que necesitaban, fue ponerle palabras. Hubo que acomodar algunas cosas pero lo que siguió fue natural, fue dejar fluir el amor que nos teníamos y entender que yo seguía siendo su padre”.
Pero fuera de su casa, María Laura seguía siendo Eduardo. “Ahí apareció el Guillain-Barré, otra vez una autoinmune”. Una enfermedad grave, mortal en el 20% de los casos, en la que el sistema de defensa del cuerpo ataca parte del sistema nervioso y causa, entre otras cosas, parálisis.

“Fui perdiendo la fuerza en las piernas, llegó hasta la cintura, no podía ni siquiera subir un escalón. Y fue ahí, mientras estaba internada, que supe perfectamente que no iba a poder seguir poniéndole frenos a María Laura. Y que si lo seguía haciendo me iba a morir”, recuerda. Acaban de cumplirse 10 años de aquella enfermedad que también, sabe, le salvó la vida.

Apenas se recuperó, ya con 50 años, volvió a jugar el que sería su último partido de rugby, en 2007: “Fue mi despedida en silencio”. Recién dos años después se separó, se mudó y empezó a vivir como María Laura.

Al año siguiente de la separación empezó a hacer la terapia hormonal en el Hospital Durand, al año siguiente fue a la Justicia para que le permitieran cambiar su nombre en el DNI y recién en 2013 se hizo la cirugía de readecuación sexual.