Dentro de una pequeña iglesia en esta minúscula aldea gallega, Pilar Domínguez Muñoz se ajustó el vestido, se puso los lentes de sol y se metió en su ataúd. Su hija, Uxía, miró con ansiedad mientras los portadores del féretro levantaron a su madre sobre sus hombros. Pero Domínguez Muñoz parecía descansar pacíficamente al ser llevada por las calles al son de una banda de metales. Después de todo, estaba perfectamente viva. También lo estaba su hija. Pero ésa era la idea.

Domínguez Muñoz fue una de las nueve personas que participaron en el extraordinario ritual funerario, celebrado cada 29 de julio en Santa Marta de Ribarteme, una aldea en la sierra en el noroeste de España.

El festival es una celebración para los que durante el año anterior arrebataron la vida de las fauces de la muerte. Se lleva a cabo en el día festivo de la santa más importante de la parroquia local, Marta, cuyo hermano Lázaro fue levantado de la muerte cuando Jesús visitó su hogar en el relato de la Biblia.

Domínguez Muñoz participó por segundo año consecutivo porque quería mostrar gratitud por la salud mejorada de su hija. Uxía padece la enfermedad de huesos de cristal. “El año pasado, yo estaba en mi ataúd y ella estaba en su silla de ruedas, con ambos tobillos rotos”, señaló Domínguez Muñoz. “Mi hija camina hoy gracias a Santa Marta”. La procesión data de épocas medievales, y es un ejemplo del fervor pagano y religioso en Galicia, donde abundan las leyendas sobre el poder de curación de las brujas locales, o meigas.

 

Xosé Manuel Rodríguez Méndez, un funcionario del ayuntamiento, sugirió que el día festivo estaba vinculado con la pobreza y el aislamiento de las aldeas alrededor de su región. La peregrinación atrajo a multitudes más grandes en años recientes, y los funcionarios locales planean peticionar un subsidio público a fin de promoverlo como actividad turística.

Por primera vez, la iglesia de la aldea cobró por alquilar los ataúdes, y el reverendo Alfonso Besada dijo que la cuota de 100 euros era una forma de eliminar a los participantes curiosos que se unen “sólo por el folclore”. Luego de que los ataúdes volvieran a la iglesia, sus ocupantes emergieron, sacudieron piernas y brazos cansados y se secaron el sudor y las lágrimas.

Marcos Rodríguez, de 38 años, afirmó sentir un “enorme alivio” al abrazar a su hijo de 6 años, Nicolás, que lucía a la vez feliz y confundido sobre por qué su padre no dejaba de sollozar. El 29 de julio anterior, Nicolás había sido sometido a una cirugía cerebral exitosa. “Le prometí a Santa Marta que le daría las gracias si salvaba a mi hijo”, dijo Rodríguez. “He llorado mucho hoy, recordando lo que le pasó a Nicolás, pero si alguna vez tengo que volver a enfrentar una situación tan terrible, por supuesto que haré esto de nuevo”.